Sin pan bajo el brazo. El precio de la maternidad.

Sin pan bajo el brazo para nosotras vienen nuestros hijos
Es para llorar

Jamás pensé que traer un hijo al mundo fuera a producir tantas lágrimas. Que el precio de la maternidad fuera tan alto. Todos me había hablado del dolor del parto, de ese dolor que parece romperte las entrañas y del que por más que quieras escapar no puedes. Ese dolor que parece un aviso del final y que sin embargo sólo señala el comienzo. El comienzo del dolor de verdad.

Una vez convertida en madre el dolor ya no es tanto físico, si nos olvidamos de los mordiscos, los cabezazos y el agotamiento tras noches y noches sin dormir. No. El sufrimiento es mucho más profundo porque a partir de ese día muchas estamos abocadas a no ser otra cosa más que madres.

Para siempre.

-¡Mamá!¡Mamá!¡Mamá!¡Mamá!

El precio de la maternidad: invisibilidad

Podría parecer que es el día en que tu hijo aprende a decir éste, que ya será tu nombre para siempre, cuando por fin habrás dejado de existir. Pero incluso antes de que tu hijo empiece a balbucear, desde el momento en que dejaste que tu barriga sirviera para algo más que para apoyar la cerveza mientras veías una serie en la televisión, desde ese mismo instante dejaste de existir. Al menos, para el mundo profesional. Como si por el hecho de haber dejado okupartu útero, todo el tiempo que habías dedicado a tu formación y la experiencia ganada años trabajando a destajo se borraran de un plumazo. 

Y puf. Has desaparecido.

A menudo me pregunto qué tipo de cortocircuito mental produce en los jefes descubrir que una trabajadora se ha quedado embaraza para que de pronto consideren que es incapaz de realizar el trabajo que hasta el momento había hecho sin problemas, e incluso, posiblemente, hasta mejor que muchos de sus compañeros sin ovarios. ¿Piensan que el cerebro se reblandece por las hormonas? ¿Que en el preciso momento que el espermatozoide fecundó el óvulo todo pensamiento que no tuviera que ver con pañales y biberones simplemente dejó de existir? ¿O asumen en su infinita sabiduría que al dejarse embarazar sus prioridades no son otras que quedarse en casa a jugar a las cocinitas? 

¿Qué matemática aprendieron en la escuela que de la suma uno más uno resulta cero? Cero comprensión, cero empatía, cero reconocimiento. 

A veces me planteo si también estuve ciega antes de volverme invisible, porque hasta que no fueron mis propias carnes las que experimentaron la bofetada de la realidad, nunca me había dado cuenta de que el mercado laboral es un desierto de madres. Durante el día hay madres en el parque, en el mercado, en el médico y en casa. ¿Pero en cuántas empresas hay madres a tiempo completo y con cargos de responsabilidad? 

La situación es tan surrealista que una foto de familia sobre el escritorio tiene consecuencias diametralmente opuestas según pertenezca a un orgulloso padre o a una dedicada madre. Un hombre gana puntos por ser un responsable padre de familia mientras que una mujer los pierde porque una madre entregada no sabe separar sus dos facetas. La discriminación existe ya desde el lenguaje: padre orgulloso, madre dedicada.

Tengo la sensación que una vez comenzado el proceso de invisibilización, este es irreversible. Hace dos años, dos meses y dos días de mi desaparición del mundo laboral y hasta ahora nadie ha venido a buscarme. Pero me niego a perder la esperanza de volver. Como un náufrago en una isla en el medio del océano espero el barco que me devuelva a casa. Porque aunque para mi hijo yo siempre seré mamá, soy muchísimo más que eso. 

Y con todo y con eso, volvería a pagar el precio de la maternidad.