¿Que si amaba la literatura? Hasta hace muy poco hubiera pensado lo de siempre: ¡qué pregunta tan estúpida para hacerle a un escritor! ¿No es obvio que alguien que dedica sus días a entintar páginas y páginas y a llenarlas de vida y de relatos ama la literatura? ¿No es obvio que un escritor que además atesora una biblioteca personal de más de 10.000 volúmenes ama la literatura? Y, sin embargo, ahora sabía que aquella regla de tres no era tan simple…

Veinte años escribiendo, veinte años dedicados a recrear los sueños sobre papel. Veinte años a lo largo de los cuales, además, se había ido creando una fortaleza del mismo material que daba soporte a sus sueños. Un mundo creado a partir de libros comprados aquí y allá, cada uno fechado e impoluto en el lugar designado en su biblioteca. Libros nunca explorados más allá de sus cubiertas, más allá de una simple ojeada en el momento de la compra, siempre vírgenes.

No era falta de interés. El porqué de no haber leído jamás ni uno sólo de aquellos volúmenes era simple y a la vez, ahora lo veía claro, ridículo: consideraba que su ficción no daba cabida a nada más. Sólo había sitio para una literatura en su vida, la suya. Esos libros eran sólo un memento. Una proyección del resultado de su obra. El espejo donde admirarse.

>Veinte años, y nunca una duda.

Hasta que un día, como pasan las cosas en la realidad, por casualidad, uno de esos libros sólo hojeados por encima captó su atención más allá del título. Quizá ese espejo ya había dejado de resultarle necesario, quien lo sabe. El caso es que empezó a leer. Y siguió leyendo. No fue sino entonces, al entrar en ese libro, al dejarse llevar por otras historias, al soñar con otros, que entendió lo que era amar la literatura, porque entonces la conoció de veras.

Y sí, Sr. Periodista. La regla de tres se cumple.