Reencuentro con el microscopio

La semana pasada estuve de visita por Módena para cubrir un curso para dermatólogos en el uso de un microscopio confocal para dermoscopía, y aunque el proyecto fue una auténtica pesadilla, no sólo por el caos y la desorganización de la organización, sino por lo desagradable de las imágenes de lesiones dermatológicas (en serio, hay que tener un estómago a prueba de bombas para estar viendo esas guarradas todos los días), tengo que reconocer que el aparatito molaba cantidad.

Lo sé. Juré y perjuré que no quería saber nada más de microscopios en lo que me resta de vida, pero es que esto es tan user-friendly que para nada recuerda a mis horas de sufrimiento en el lab. Un cacharro a prueba de tontos, con un sistema perfectamente aislado de la luz externa y un software sencillísimo de usar. De acuerdo que la resolución no era brutal, y que en las zonas de stitching entre planos había bastante desplazamiento en XY, pero poder cubrir un área de 8x8mm en apenas un par de minutos y con la calidad sufiente para poder efectuar un diagnóstico me parece brutal.

Aunque he dicho que el juguete es para tontos, la interpretación se las trae. Tras dos días de ver imágenes de confocal de diferentes estratos dérmicos con diferentes patologías reconozco que aún sería incapaz de distinguir un lunar de una verruga (al menos en base a las imágenes de confocal, que ciega no soy), así que me quito el sombrero por esos especialistas.

Lo mejor, lo mejor de lo mejor fue ver la aplicabilidad de una técnica que, al menos hasta este momento, era algo que para mí estaba restringido a laboratorios de investigación y a cuartos oscuros. Quizá por eso sienta que me he reconciliado con la microscopía, porque en este caso una máquina si que puede hacer una diferencia, tanto como entre vida y muerte, dado lo invasivo del melanoma y lo complicado del diagnóstico sin biopsia, y no ser simplemente una herramienta para hacer fotos bonitas que mandar a la revista de turno.