Volare

Era uno de esos sueños que solían repetirse cada poco desde niña. Mirar hacia abajo y ver al resto del mundo como si de hormigas se tratara. Como si las personas fueran pequeñas figuras de una maqueta a escala.

Volar.

En sus sueños volar era como nadar entre nubes. Siempre con estilo. Disfrutando de cada brazada. Pero sin acusar la velocidad. Como si el aire fuera agua, una sensación etérea.

Al crecer soñar ya no fue bastante. Una buena mañana, tras despertar de otro sueño en las alturas, surge la oportunidad que estaba esperando: “Vuela con nosotros”. El anuncio que de repente aparece en su pantalla la deja noqueada, y aunque no cree en el destino sabe que ha de aprovechar esta oportunidad. Mordisco a la tostada y click en aceptar. Ahora sólo queda esperar unas semanas a que las condiciones sean las adecuadas, el cielo está cada vez más cerca.

Cuánto más se aproxima el día D, más aumenta la excitación. Las mariposas en el estómago aletean más fuerte que por cualquier amor pasajero. Esta vez se trata de conocer a su amor platónico: el cielo.

¡Por fin! Se acaba la espera. En el aeródromo la primavera recién estrenada hace que mirar al cielo ya sea una experiencia en sí misma. Las nubes y la lluvia compiten con el sol que lucha por abrirse paso entre ellas, de rato en rato. El viento sopla con fuerza, y aún falta que el instructor dé el aprobado final al estado del equipo para lanzarse a la piscina. Cuesta concentrarse en las explicaciones del monitor cuando uno mantiene la vista fija en las alturas.

En breve estará ahí, donde vuelan los pájaros.

Todo listo. Ya sentados en el avión. En el suelo. Apretados como ganado en un vagón de un tren de mercancías. Ahora aparecen los nervios. De la tierra al cielo en apenas 10 minutos. Suficientes para repasar las últimas instrucciones. La más importante: ¡disfrutar!

Debemos haber llegado donde queríamos: por encima de las nubes, porque el avión desacelera. Debajo 4200 metros de cielo, todos suyos, esperándole con los brazos abiertos. Ahora se abre la portezuela del avión y de repente, en un abrir y cerrar de ojos empieza a desaparecer la gente. Como atraídos por un imán, se los traga el vacío y pronto los otros se confunden con la nada. Uno a uno. Ni siquiera da tiempo a recordar paso alguno, porque de repente ya está ahí. Volando.

Aunque la calidad del medio en que se encuentra sumida se parece poco a la mar de calma de sus sueños. La velocidad de vértigo, el frío que siente en las manos, el viento en la cara, se sienten más reales que nada que hubiera podido imaginar. El primer golpe de aire al caer al vacío es como un despertar, y ella se deja llevar por la fuerza de la gravedad que la llama a gritos, con los ojos bien abiertos para no perderse nada del espectáculo del cielo, aunque la vertiginosa rapidez con que sucede todo deja poco tiempo para contemplaciones. Tampoco es consciente de la altura. En eso sí se parece a soñar, porque vuela entre nubes y no es hasta que atraviesa una que por fin ve el suelo y se da cuenta de la magnitud del salto.

Tocar una nube. ¿Quién no ha pensado nunca sentado en un avión de camino a unas vacaciones de ensueño o de vuelta a casa cómo sería alcanzarlas con la mano? Poder hacer como en esos anuncios de suavizante que veíamos de niños y sentirlas en las mejillas, suaves como una caricia.

Al atravesarla siente en la piel del rostro el tacto húmedo del vapor que ES la nube, nota en el cuerpo el cambio de velocidad al atravesar un cuerpo de mayor densidad que el aire, y en cierta manera la nube frena su caída, pero al contrario que en los cuentos, sigue cayendo. Sigue disfrutando de la velocidad, de la adrenalina bombeándole por las venas, de la sensación de levedad, empapándose de la belleza de las montañas nevadas que ve a lo lejos, de los pájaros que vuelan a su altura, y del espectáculo de formas y colores de los paracaídas que, cual mariposas, bailan en el cielo por debajo de donde ondea el suyo.

Todo lo bueno se acaba, suele decirse, y aunque no siempre se cumple la máxima, su tiempo de vuelo ya estaba tocando a su fin y ahora que se acerca a la tierra, por fin ve a la gente como en su sueño. Como diminutas figuras de una partida de ajedrez, que se mueven de un sitio a otro sin aparente lógica para el que desconoce las reglas del juego. Un poco como hormigas en su eterno peregrinar de la comida a casa y vuelta. Después de estar tan, tan arriba en el cielo, desde esta altura a la que puede ver a las hormigas-humanas casi le parece posible tocarlas con el dedo, y como Dios, moverlas en el tablero. Sin embargo aún pasan unos minutos hasta que toca el suelo de nuevo, y la sensación de la hierba bajo sus pies se siente extraña, como si ese ya no fuera su medio. Se quita el arnés, se tira al suelo y contempla el cielo una vez más, con una sonrisa que a duras penas le cabe en la cara. Hasta la próxima, parece decirle.